Dibujo de Patricia Trigo Colaboración en Iglesia en León. Por Marta Redondo |
Le he oído en ocasiones decir a mi querido profesor D. Antonio Trobajo que la Iglesia debe estar atenta a los signos de los tiempos. Y en esa visión parece que se ha recogido el guante. Se están preparando los mimbres para poner en valor todo el cauce femenino tanto histórico como social que sub- yace, impulsa y da soporte a la barca de Pedro.
Por doquier brotan las iniciativas que pretenden empoderar a la mujer y darle el papel protagonista que le corresponde en campos como la teología, acción social, pastoral, educación, comunicación, espiritualidad, diaconado y gobierno. También van proliferando religiosas y seglares, mujeres cada vez con más responsabilidades. El propio Papa Francisco ha subrayado en múltiples ocasiones la necesidad que tenemos del elemento femenino.
Pero es necesario seguir avanzando.
La campaña de este año de Manos Unidas pone el acento también en la feminización de la pobreza que alcanza un setenta por ciento de las personas que pasan hambre en el mundo.
Hay un hecho que caracteriza y singulariza a la mujer: su capacidad para engendrar vida. Eso la hace singular y diferente.
Recientemente asistí a una charla de igualdad en un instituto. Hablaban al alumnado sobre la necesidad de avanzar en el reconocimiento de mujeres que han jugado un papel relevante en la historia del desarrollo humano: científicas, filósofas, escritoras, pintoras, músicas y escultoras. Les decían que es necesaria la equiparación en derechos, salarios y oportunidades. Mientras escuchaba a la ponente pensaba en las grandes figuras femeninas que han impulsado la historia del cristianismo: Santa Teresa de Jesús, Sor Juana Inés De la Cruz, Edith Stein, Santa Teresa de Calcuta. Pero sobre todo pensaba en una, la más importante: Santa María, la mujer a la que el Padre escogió para llevar en su vientre a su hijo, la madre de Dios, madre de Cristo, de la Iglesia y madre nuestra.
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