Es una ternura verles escribirse versos de amor. Amor de niños que despiertan a la primavera. El niño que juega a hombre calándose una visera de marca y calzando unas zapatillas deportivas de su hermano, tres números más del que le corresponde solo porque son de marca, y esas gafas de cristales de un azul indefinido tras la que se ocultan los ojos inocentes del que juega a ser poeta de la media luna. Y que no comprende por qué los suyos le cierran el paso a unos ojos verdes que le descubrieron la dicha de amar y ser amado.
Con su torpe pluma que dibuja corazones entre versos inventados logró renacer en el corazón de la niña sombría, el tierno sentimiento de un amor desconocido. Distancia en la excursiones y presencia en la lejanía, enlazados por dos móviles que no entienden de vergüenza, porque las pantallas no se sonrojan.
Quieren estar juntos para despertar el resto de sensaciones que solo el primer amor sabe estrenar con el candor sonrosado de los efímeros pétalos de la flor del cerezo.
Entrelazan sus manos con timidez, dejando que les recorran cientos de mariposas multicolores, como aquellas rosas que se desbandaban por la camiseta rosa de la niña de la mirada clara. Por sus cuerpos pequeños de niños que juegan a ser grandes. El tiempo lo cura todo, pero mientras tanto, su amor le gana el pulso a los días de instituto.