No se si éramos 60.000 como dicen algunos o 1.400.000 como dicen otros. No conozco a qué casta política pertenecía el que caminaba a mi lado enarbolando la bandera si roja, amarilla, azul verde o rosa. Tampoco me importa si entre los manifestantes estaban la botella o la lata de cerveza. Desconozco el número de minutos que los informativos dedicaron a ensalzar o ridiculizar esta marcha por la vida. Francamente me importa bastante poco. Asumo que es una cruzada complicada, un desatino que atinará en la diana, es sólo cuestión de tiempo. El tiempo en que vaya calando el mensaje hasta dejar poso, los sedimentos que sean el sustrato de un radical cambio que genere un valor erradicando falsos derechos para convertirlos en deberes, en urgentes necesidades que nos muevan a proteger lo más esencial del ser humano: su vida. La vida del ser gestante. El más indefenso de los estadios por el que el hombre y la mujer atraviesan. La pena es que el que está en el útero no vota y eso le convierte en poco interesante. Francamente ¿a quién le importa la vida del que no dice nada, no se opone a nada, no reivindica nada porque vive en un silencio que sólo puede ser roto por la vida que se abre paso o por la muerte que cercena su futuro?.
22 de Noviembre. Allí estábamos este grupo de León: heterogéneo pero coexionado. Un grupo de personas aparentemente muy distintas pero unidas no por afinidades políticas sino por un principio irrenunciable: el valor supremo de la vida humana.
Juntos caminamos, reivindicamos y clamamos SI A La VIDA
Éramos cientos de miles de personas que abarrotábamos Colón clamando un cambio radical, una nueva orientación. No era sólo decirle no al aborto no. Queríamos pedir que de una vez se instale una pedagogía de la Cultura de la Vida – palabras del manifiesto que Benigno Blanco leyó con evidentes signos de emoción contenida- que reconozca y valore la dignidad del ser humano desde el momento de la fecundación hasta la muerte natural, y que enmarque la sexualidad humana en un ámbito de amor, respeto, responsabilidad y apertura a la vida.
Y clamábamos como siempre por el apoyo a la mujer embarazada, para que ninguna mujer se vea abocada al aborto por carecer de información y alternativas viables para afrontar los problemas que están en la base de la decisión de abortar. Ellas necesitan ayuda y apoyo para también superar las consecuencias de un aborto donde la mujer también es una víctima más. Fue especialmente impactante el testimonio de una serie de mujeres que se vieron abocadas a abortar porque alguien –quizá todos – las dejamos solas.
El acto finalizó con una suelta de globos por los cientos de miles de niños que cada año no ven la luz porque alguien dice que su vida no importa.
No sabemos si nos harán caso: si algún oído se hará eco de nuestros anhelos o cuando serán atendidas nuestras plegarias. Lo que sí es evidente es que en marzo, tal y como nos convocaron volveremos a Madrid como no podría ser de otra manera
Se lo he contado a mis amigos. La mayoría no lo entiende. Puedo entender su incomprensión ya que ni yo misma comprendo cómo puedo tener ese radical convencimiento de estar haciendo lo correcto. Contribuyendo a algo que es arrollador porque el mismo sentido común lo analiza y sopesa como algo que pertenece al más elemental derecho natural. Es horrible que el ser humano legisle contra el propio ser humano, que los contenedores de basura se llenen de restos humanos que los propios trabajadores de los abortorios no puedan mirar por el horror de contemplarlos, que los fallidos padres clandestinos digan que con sus hijos pueden hacer lo que quieran, que los niños con síndrome de down se vean sometidos a un control de calidad que les suprime, que las madres tengan que eliminar a sus hijos porque “les fastidian la vida”, que las citas de las clínicas de muerte se dilaten porque la recaudación será mayor porque el feto es más grande y genera más “pasta” y que un médico que presume haber arreglado 70.000 problemas se vanaglorie en la tele por haber sido un mesías que ha salvado a todas esas mujeres. ¡Qué locura!. Yo no quiero vivir en un mundo así donde hasta los más jóvenes enarbolan como derecho el delito de eliminar a uno de su misma especie.
Seguiré luchando para cambiar eso por mucho que algunos me llamen “feminazi”. El problema lo tienen ellos cuando reaccionan con insultos donde tendrían que usar argumentos.
Es la ventaja de escribir. Aporta una serenidad que la inmediatez de la palabra impide. Sobre todo cuando la sangre que recorre las venas es de la que alcanza temperatura de ebullición con relativa facilidad.