Coleccionaba hileras de caniches ensartados entre recuerdos peludos.
Poco a poco se le iban muriendo todos los canes entre lágrimas teñidas mechadas entre los recuerdos.
Los secadores aireaban sus recuerdos entre las púas de aquellos peines kamikaces.
Aquellos cepillos que cardaban el pelo de ancianas. Sus cabezas parecían las de unas abubillas, con los ojos desorbitados y la mirada fija en ninguna parte. Los pelos se asomaban como juncos ventanales entre el papel de plata mientras recibían el consabido teñido.
Yo la miraba moverse de un lado a otro del local peluco, aireando el pelo de un lado a otro con la consabida sabiduría que da el andar entre cabezas ilustres.
Hablaba de política, de cocina, de viajes, cultura y sociedad.
Y de todos los caniches que se le habían muerto.
El hermoso pelaje rizado de aquellos perros.
Mientras manoseaba las cabezas cardando y rizando las lánguidas melenas de aquellas señoras.
Era peluquera.
Ahora se que por qué no me gusta ir a la peluquería. No quiero ser señora. Ni abubilla. Ni caniche.