.- ¡Kikirikiiiiiiiiiiii!
Hans nunca se cansaba de escuchar a los
gallos, ni a los perros ladrando en la lejanía o a las moscas que revoloteaban
zumbando sobre las aguas del Curueño.
.-
¡Abuelo!¡Mira como me tiro!
.- ¡Ten
cuidado Mauricio!¡Esa poza engaña!
Y se
revolvió en la silla de tijera. Muchas horas sentado sin apartar la vista del
niño
.-
¡Abuelo!¡Hombre! Si esto me lo conozco yo mejor que nadie. ¡Allá voy!.
Y se lanzó
en plancha desde la peña.
Le
encantaba mirar a su nieto. Le recordaba a él siendo niño cuando se sumergía en el río
exhibiendo hombría frente a aquella rubita pecosa de largas trenzas cuyas
mejillas se arrebolaban cuando los ojos de ambos se posaban juntos en algún
instante.
.-
¡Mosca cojonera!¡No te irás!.
Y le dió
un sonoro manotazo. Al mirar su mano recordó la de su padre. Su padre, un judío comerciante que había comenzado a
importar pluma de gallo para montar mosca artificial. Gracias a esto fueron
seducidos por la belleza de la Vecilla y comenzaron a veranear en este pueblo
leonés donde luego decidió echar raíces para siempre.
Pero
Auswitch se llevó demasiadas cosas. Allí se habían quedado las cenizas de sus padres
y hermana.
Él se
salvó de milagro gracias a su habilidad montando mosca ahogada que le facilitó
amistades con un oficial del Campo.
El
pitido del tren hullero le sacó de su ensimismamiento.
¡Mauricio!¡Sal
ya! Tenemos que ir a comer.
Además…
estas dichosas moscas no me dejan en paz.