Y allí estábamos los dos. Abrazados en medio de la carretera.
Tú pretendías ahogar tu pena. Expulsar tus demonios.
Yo tan solo recoger tu angustia. O, tal vez, expulsar los míos ayudándote a canalizar tu pena.
Ni tan siquiera me importaba qué pudieran pensar los ocupantes de los contados coches que pasaban al vernos así en medio de la carretera.
Ahora no tocaba eso. Tan solo llorar.
Abajo, el resto del grupo nos esperaba...
Minutos antes desafiabas al mundo con aquel chupito en la mano. Es curioso que el corrector haya querido poner chupete en lugar de chupito. Paradojas de la escritura. Eras tan solo un niño de dieciséis años.
Los niños no deberían ver cómo sus padres se destruyen insultándose como hienas heridas esperando a morderse de un momento a otro. No deberían padecer la ira de un padre borracho que golpea sin piedad cuando los efluvios del alcohol le nublan la mente llevándola al estado más salvaje. Y tú, niño de tez blanca recibiste demasiados impactos. Fuiste el blanco de muchas frustraciones.
Por eso empezaste a beber a escondidas.
Aquel día habría procedido mandarte a casa.
Pero Santiago no quiso que te fueras.
Habías decidido hacer aquel tramo del Camino y el Apóstol tenía que tomar cartas en tus asuntos.
Así que cuando nos abrazábamos te prometí darte una oportunidad. No llamaría a tus padres. No les diría que bebías a escondidas. Te lo prometí. Confiaríamos en que la ayuda vendría de lo Alto.
Confiaría en ti.
Nos queríamos mucho. Eso no siempre es suficiente. Pero ayuda.
Te pase la mano por el pelo para colocarte un mechón rebelde.
Volvimos con el resto del grupo.
Horas después, sin que tú lo supieras, tu mochila fue revisada. Estaba limpia. No había rastro de alcohol.
Todo iría bien.