Hay personas que parecen salidas de un cuento de hadas.
De esas que embelesan e invitan a enseñar porque nos dibujan reinos secretos donde el bien siempre gana y la bondad consigue acaparar el mayor protagonismo.
Son personas que se parecen a esas películas de finales felices que dejan un sabor de boca dulce como el del chocolate que queda olvidado al fondo de la taza y que uno rebaña con ahínco sabiendo que se derretirá en el paladar dejando el mejor de los recuerdos.
Sujetos de sonrisa perenne por los que el mundo, si ha pasado, no ha dejado ese regusto amargo del resabiado que ve intrigas y maquinaciones perversas por doquier.
Aparecen cuando menos te lo esperas, como el arcoíris en días de lluvia, regalando, sin afán de exhibición los colores diáfanos y primigenios del alumbramiento reciente. Desafiantes ante la lluvia, porque sonreír siempre, es desafiar a las leyes de la gravedad imperturbable que alguno lleva colgando en el rostro de manera perenne. Como si sonreír fuera sucumbir y claudicar ese orgullo irrisorio que a veces nos vuelve tan tontos.
Yo he conocido a personas así. Se me han regalado.
Como el domingo pasado cuando la rizosina y arrolladora Olga me obsequió, así de repente, como sin motivo aparente, en un encuentro casual en medio de un bar, un corazón para agradecerme mi trabajo de profesora al pie del cañón.
O como el granadino Juanpe que apareció en medio del confinamiento para darle clases de matemáticas gratis a a Rebeca. Porque si. Porque quería ayudar a alguien en medio de aquella desolación. Y desinteresadamente se conectaba miércoles y viernes para resolverla dudas e inyectarle ánimo. Tenía una academia de enseñanza y cuando se reanudaron las clases siguió con su tarea de ayudar desinteresadamente a aquella niña leonesa a la que nada tenía que deber. Altruismo en estado puro,. Quisimos agradecerle el gesto enviándole un lote de productos leoneses por aquello de no dejar que una buena acción se quedara sin recompensa. Lástima no habernos podido conocer. Pero quizá lo realmente bueno tenga que llevar ese sello de autenticidad. Hacer y desaparecer.
La tercera persona a la que he conocido es al bueno de Javier, un vecino de un pueblo de montaña preocupado por el futuro de su pueblo al que quieren coser a molinos por un puñado de dólares manchados de mugre porque quieren esquilmar un valle hermoso. Y todavía queda mucha gente a la que le sigue importando el aire puro, la belleza de los Montes, el aleteo de las aves libres cortando el viento, el canto sereno de las pájaros dibujando escenas en un paisaje límpido. El zumbido sordo de las abejas fertilizando las flores sumidas en deleite en puro néctar. Prefieren eso a un montón de aceras, teles de plasma o actuaciones festivas cocidas a base de decibelios. Arcas llenas de tierra, solo eso.
Pero vuelvo a mi amiga Olga. Porque su regalo, que puede parecer pequeño significó mucho.
El triunfo del bien, el renacer de la ilusión por seguir adelante, el pálpito de la vida.
La alegría de vivir que debe reinar siempre por encima de toda circunstancia, lugar o acontecimiento.
Un pequeño gesto que al menos a mí me alentó para empezar de nuevo con todas las ganas del mundo.
Los finales felices no son un cuento, y si lo fueran ¿qué importa? ¿A quién no le gusta un cuento bien narrado?