Se pasaba horas entregado a la contemplación entre sudores artificiales.
Nunca supe dónde andaba su cabeza. Sus ojos azul vidrioso no traslucían emoción alguna.
Entraba con paso renqueante de tigre perezoso. Exhibiendo sin pudor una larga cicatriz recorriéndole el abdomen. Quizá un sable. O el bisturí nervioso de un carnicero poco primoroso.
Boiko Tochenko era áspero, rudo, silencioso a la par que huraño.
Aterrizó en el paramo seducido por el oro verde que le prometieron. Llegó un día de agosto para quedarse a vivir con su mujer e hijos de piel cobriza.
Cada domingo entraba en la sauna del Spa. Y se dejaba mimetizar entre densos vapores eucaliptos que hacían sus delicias. Yo me sentaba a su lado, muy cerca, y cerraba los ojos para viajar a las estepas rusas. De ese modo sentía con más placer el calor que desprendían las paredes de aquella sauna.
De vez en cuando sorprendía a Boiko mirando mi vientre liso y redondo, y entonces sentía el brillo de sus ojos arder como el filo de un sable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario