Cada vez más proliferan en mis clases alumnos
que no corresponden con el perfil tradicional de alumnado de religión. Entre ellos
he contado con musulmanes, no bautizados, escolares pertenecientes a familias
monoparentales e incluso algunos educados por parejas del mismo sexo.
Estos días estoy leyendo los escritos de
una famosa filósofa judía no creyente llamada Simone Weil que murió seducida
por el cristianismo. De la mano de San Francisco, fue durante una visita
a Asís cuando en la capilla de Santa María degli Angeli, la misma en la
que a menudo rezó el célebre santo, la filósofa se vio impulsada a rezar por
primera vez de rodillas. Su vida fue una lenta conversión que culminó con un
atropellado bautizo de última hora que una amiga tuvo la inspiración de
administrarle aunque este no es un dato confirmado por sus biógrafos. Uno de
los más sobresalientes rasgos de esta intelectual francesa es la coherencia
entre su doctrina y su existencia, probidad que le llevó a abandonar su cátedra
de Filosofía - que había conseguido con tan solo 21 años - para entrar a
trabajar como peón fresador en una fábrica. Este fue el primero de una serie de
intentos por pasar al campo de los vencidos. Toda su vida fue un ejemplo de
coherencia y fidelidad a un Dios Padre que vislumbraba. En una de las cartas
que escribió a un sacerdote que fue decisivo en su conversión afirmaba
"Tuve la certeza de que el cristianismo era por excelencia la religión de
los esclavos, de que los esclavos no podían dejar de adherirse a ella, y yo
entre ellos".
Leer sus escritos es respirar a Cristo.
Por eso cuando miro a esos alumnos en
búsqueda de un Dios que parece escondido pienso en Simone. Si Dios llegó hasta
ella ¿por qué no va a repetirse en ellos?.
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