domingo, 27 de marzo de 2016

UNA MANADA DE CIERVOS






   Por vez primera acabamos de contemplar a una manada de ciervos salvajes degustando las primeras briznas de hierba que la nieve dejó a la vista una vez que los primeros rayos de sol de la primavera liberaron el campo de sus ataduras blancas. Fue un espectáculo delicioso. Asombroso.
Me hizo recordar momentos de la niñez en los que el asombro era el pan de cada día.
  ¡Qué bello es que la vida discurra entre asombros y perplejidades!. Cómo no embeberse en la contemplación de un cielo azul inmenso que parece destinado a perder la mirada, ante esa niña que se ha dejado seducir por el tiempo, diseñador divino que obró milagros en su cuerpo convirtiéndolo en alabanza, y esos ojos que obran universos al mirarles deleitando el alma y el recuerdo,  ante los árboles que empiezan a cuajarse de pequeñas flores rosáceas exhibiendo galanes sus trajes primaverales, y la mariposa que enredó suspiros convirtiendo en caricia aquella mirada perdida y ante el derroche celestial de estrellas que rebosan brillantes y coquetas en las noches despejadas. 
   La naturaleza se hace la facilona dejándose cuajar  por doquier de vida que quiere romper tristezas, reventar rigideces, airear cuartos cerrados atenazados por la naftalina de la rutina. 
   Cada año revienta la vida para sacudir la modorra invernal y el viento se hace vendaval para barrer tristezas  y poner a punto corazones maltrechos. Necesario es darse caprichos: que todo embauque. Fácil es también permitir que la eclosión se instale y renueve las cosas. Es sencillo dejarse resucitar por la fuerza de lo nuevo que nos convierte un poco en niños cada mañana devolviéndonos la fascinación por las gentes y las cosas. Dejémonos seducir por esa revolución de la ternura que fue al fin y al cabo nuestro envoltorio original.

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