SENTIDO COMÚN LEONÉS
Por Marta Redondo
Colaboración 29 julio para La Nueva Crónica
Colaboración 29 julio para La Nueva Crónica
Decía el Fuero de León promulgado allá por el 1017, en tiempos de Alfonso V en el por aquel entonces vasto reino Reino leonés,”que cualquiera que intentase quebrantar, a sabiendas, ésta nuestra constitución, quiera de nuestra progenie, quiera de otra, quiébrensele las manos, pies y cabeza, sáltensele los ojos, arroje los intestinos, y herido de la lepra y de la espada del anatema, pague la pena con el diablo y sus ángeles en la condenación eterna” . Y eso que de aquella no había cine gore ni nada por el estilo, aunque si sabemos que en el medievo en cuestiones punitivas no andaban con miramientos. Tal delicadeza normativa nos lo cuenta el también leonés Elías López Morán, notario y etnógrafo español oriundo de Canseco, en su libro Derecho consuetudinario leonés, editado por la Diputación Provincial de León, en aquella afortunada saga llamada Breviarios de la Calle Pez - castiza vía donde se encuentra la Casa de León - y coordinada por el grupo de estudios Gumersindo de Azcárate
Norma implacable sin duda esta del fuero. Tiempos recios aquellos en que la rigidez institucional se trasladaba también al entorno familiar en forma de vara y zapatilla. El miedo implacable a las iras celestiales mantenía al individuo recto como vela y no digamos a la individua.
Tiempos en que los detentadores , custodios, y garantes de la autoridad y el orden no se andaban con fruslerías de medidas correctoras tales como trabajos en beneficios de la comunidad, acuerdos reeducativos o prácticas restaurativas. La finalidad de la disposición penal no era en absoluto reinsertar. Lo importante era sancionar y de paso ejemplarizar al resto de los mortales.
Temeroso de un Dios que consideraban, seguramente porque no le conocieran demasiado, implacable y justiciero. Se lo pensaban mucho antes de conculcar norma alguna o al menos de hacerlo de una forma ostensible ante los ojos del resto del vulgo. Y si se aventuraban a pecar, con discreción. A nadie le apetecía pasarse la eternidad entre calderas infernales. Derecho divino y humano, pues, aparecían hermanados al considerarse a Dios como supremo legislador. Por eso el legislador del Fuero legionense, al ponerse serio con los infractores, condena a la espada del anatema, que no es otra cosa que la pena de excomunión para el católico díscolo que sería apartado de su comunidad religiosa, lo cual era sinónimo de ostracismo y rechazo, por mucho que los católicos de bien quisieran lanzarle un capote al pobre apestado.
La multitud y diversidad que colorea hoy nuestros paisajes urbanos y rurales condenaría hoy esa norma a una lógica obsolescencia por mucho que tuviera de consuetudinaria ya que además se daría de bruces con nuestra Constitución que en materia de derechos y libertades bien puede sacar pecho.
Y es que hoy el Derecho, aunque a veces sea un tanto perezoso y ande desbordado por tanto adelanto a bocajarro, presenta la flexibilidad necesaria para hacer frente a cualquier comportamiento por muy deshonesto o deleznable que resulte.
Seguramente todo sea una pura cuestión de tiento, cordura y una buena dosis de sentido común que de aquello también andaban sobrados nuestros ancestros, y si no juzguen lo que dispone en materia de cooperación: “Cuando un vecino tiene la casa ruinosa y determina destruirla para edificarla de nuevo (…) no es preciso que avise a los parientes y vecinos más próximos: en cuanto ven que los individuos de la familia interesada comienzan la demolición, abandonan sus propias labores y corren presurosos a prestarles desinteresada ayuda”
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