La pasada semana me despedía de Roma agitando el pañuelo desde una de las colinas que la circundan. Pero ahora retorno para sentarme en un banco de Santa María de Trastévere considerada la Iglesia más antigua de Roma dedicada a la Virgen. En el retablo aparece en lugar destacado la imagen de su Hijo en uno de los iconos más antiguos que representan el rostro de Cristo. Mirándole vuelvo a escuchar aquel Quo Vadis que Pedro le hizo cuando el Apóstol huía del acoso de Nerón y se encontró al Señor cargando con la cruz. Pedro, avergonzado de su nueva cobardía, retornó a Roma para enfrentarse a su martirio.
Contemplo esa imagen primigenia del rostro sereno del Salvador. Me pregunto por el destino de mi Iglesia, de nuestra Iglesia. Reflexiono sobre sus comienzos. La aurora de aquella también primitiva Ecclesia originaria. Evoco la visita que hicimos a las catacumbas de San Calixto. Lugar de enterramiento para los primeros cristianos. Una verdadera necrópolis situada a las afueras de Roma en una zona sísmica donde periódicamente se han venido produciendo los choques de placas tectónicas. Localización acorde con la situación de las primeras asambleas cristianas Siempre abatidas por las persecuciones. Situación que tristemente no ha cambiado mucho ya que los Cristianos seguimos siendo la religión más perseguida.
Recupero la imagen de los lóculos que eran las tumbas de aquellos primeros Cristianos considerados los más pobres entre los pobres. Térreos lechos mortuorios realizados no con finalidad defensiva o de ocultamiento sino con afán de encontrar una estancia serena en la espera de que el Padre bueno les abriera las puertas del cielo. Se elegía la tierra precisamente por su menor coste.
Vuelvo a mirar el rostro sereno de este Cristo pintado en madera y comparo su mirada con la que me regala la Madonna de la Clemenza en el retablo de al lado. La Madre cuyo regazo parece custodiar a sus hijos en actitud abierta y salvadora. El descanso del hijo que se aleja, el paño de la hija que llora, la tabla de la salvación de los que sufren, intercesora de Papas, obispos, sacerdotes y personas consagradas y laicos, abogada de sufrientes y moribundos, cómplice de misioneros y evangelizadores, madre adoptiva de huérfanos y desheredados, la última esperanza de los incrédulos que siguen porfiando por encontrar respuestas.
Sereno descanso en los ojos de Maria.
Lo mismo que yo deseo a todos los oyentes desde mi ventana veraniega de hoy.
Paz y bien.
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