Se veía como la imagen de la derrota.
Había querido tener un hogar perfecto pero pensaba que se había equivocado eligiendo. Un ser lúgubre y malhumorado. Ese era su marido.
Quiso tener hijos ejemplares y habían engendrado una pareja de niños egoístas.
Y ahora era tiempo de Navidad. Todos en casa. No podría soportarlo.
En su baúl proyectos y planos de viejos sueños sin finalizar.
Ahora tan solo era un cero a la izquierda que había comenzado a beber a escondidas...aquel día se le había ido la mano.
Y allí estaba ante el caudaloso río dispuesta a precipitarse al vacío.
Respiró hondo y extendió los brazos para lanzarse desde aquel puente repleto de candados. Miró al cielo y comenzó una oración...esperaba que supieran perdonarla.
De pronto los destellos de unas luces la deslumbraron. Entornó la vista. Un coche se acercó lentamente hasta llegar a la altura donde ella había aparcado el suyo. En el interior un hombre y una mujer. La mujer era pura sonrisa de increíble dulzura y su rostro irradiaba una serenidad que parecía no ser de este mundo. El hombre que la acompañaba mostraba una expresión serena. Rezumaba bondad.
Fue el hombre el que le preguntó si conocía algún lugar donde pasar la noche. Su mujer estaba embarazada y no encontraban un sitio donde hospedarse. Las navidades son tiempos complicados para encontrar alojamiento sin reserva previa.
Ángela recordó su piso vacío. Contiguo al suyo. Llevaban años intentando alquilarlo desde que murió su madre. Algo le movió a ofrecérselo a aquella pareja.
Olvidando su propósito les acompañó a la casa.
Les acomodó sacándoles ropa limpia.
Luego regresó a su domicilio. Aún quedaba tiempo para preparar una cena suculenta acorde con la festividad que celebrarán, además hoy tendrían a dos huéspedes en casa. Bueno, casi tres.
Al entrar en su casa contempló la foto familiar del aparador. Los cuatro sonrientes durante unas vacaciones veraniegas.
Aquel hogar sencillo, sereno, tranquilo, pausado.
Pensó en la placidez de las horas transcurriendo en silencio entre aquellas paredes.
Los desayunos dominicales.
Y ese olor inconfundible que perfumaba de serenidad las estancias de casa.
Se percató de la hora. Ya eran casi las 8. Faltaban 2 horas para la cena de Nochebuena. Pronto llegarían los suyos. Encendió la radio. La cocina se inundó de los ecos celestiales de un villancico navideño que hablaba de una Noche de Paz.
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