Recuerdo que cuando escuché por primera vez esta expresión para referirse a Marx, Freud y Nietzsche, no pude evitar una sonrisa interna imaginándome a estos tres pensadores agazapados detrás de una esquina esperando cercenar todos mis dogmas adquiridos y asumidos. Apostada tras los pilares de mis principios sacrosantos cargué los fusiles dispuesta a no dejar entrar ni una sola bala. Esperaba que el profesor de antropología filosófica no tuviera la desfachatez de ensañarse en las explicaciones diseccionando demasiado los pensamientos de estos tres sospechosos. No fueran a contaminarme.
¡Cuan equivocada estaba! Y lo que me estaba perdiendo...
No hay nada como recibir la diferencia para reafirmarse fundamentadamente en las propias convicciones pero con el respeto y enriquecedora aportación de los que piensan distinto.
Solo cuando dejamos la puerta abierta a lo distinto nuestra habitación interior se verá repleta de luz. El faro de la diversidad enriquece nuestros pequeños universos personales.
Y es que el hombre y la mujer somos un ser para el otro y es en esa alteridad donde nos enriquecemos y engrandecemos. Los polos opuestos se atraen y necesitan. Se retroalimentan con el delicioso condimento de la pimienta de lo diferente. Y esto ocurre de modo especial en el terreno del pensamiento.
Puede llevar toda una vida comprender eso pero es necesario recorrer un camino de búsqueda y reconstrucción constante que no tiene porqué entrañar perder la propia identidad. Relacionarse no es diluirse sino enriquecerse y a menudo reverdecerse.
Para ejemplo ahí tenemos la propia divinidad cristiana. Nuestro Dios que es único es relación y diversidad en las tres personas que lo conforman y que se hayan relacionadas por el Amor. Un Amor que lo impregna y envuelve todo en perfecta comunión. Sospecho, hablando de sospechosos que el respeto a la diversidad radica en lo de siempre, el amor con que miremos al otro. Al final siempre acabamos volviendo al mismo sitio.
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