viernes, 6 de marzo de 2020

ESPECIALES


Aquello no encajaba con lo que esperaba encontrarme. Un grupo de alumnos aislados en una aula situada al fondo de un pasillo. Parecían vivir en un micro universo al margen del resto. Topé por casualidad con ellos después de que ninguno de mis  alumnos de bachillerato hubieran acudido a clase. Eran  mis primeros días en la docencia. Me sentí rechazada. Hoy, con la experiencia del paso de los años, he comprendido que las pellas de los alumnos de bachillerato no tenían que ver conmigo, sino con el status de la asignatura. A mi ni tan siquiera me conocían. Yo a ellos tampoco. Luego la cosa no fue del todo mal.
Pero ahora tenía ante mis ojos   una   clase de secundaria con aires de aula infantil. Llena de muñecos y posters de colores. Alumnos de educación especial a los que pretendían incluir en el régimen ordinario de un centro de secundaria de aquella manera. Cada año se pedía a un profesor del claustro  una hora de su carga docente para impartirles un taller de lo que fuera con tal de llenar el espacio. Pero aquel año a nadie   le apetecía  limpiar babas, soportar olores desagradables o exponerse a que el  pequeño Adrián, con síndrome de down y autismo acumulados le arañara en el cuello. Yo me había quedado sin horas y ellos sin profesor. Me sentí tan identificada con aquel abandono… así que me ofrecí a darles un taller. El director del centro fue claro: Es que los de religión no podéis. Y sentí como si ser profesor de mi materia  fuera como   haber nacido con algún tipo de deficiencia como las de aquel grupo de rechazados. Con sensación de inutilidad  abandoné su despacho  cuando de pronto el director salió en mi busca. Si la administración no lo resuelve lo haremos a nuestra manera. Supongo que tras 10 años, ya habrá prescrito la fechoría frente a la administración.

Así que hube de ingeniármelas para llenar cada semana una hora docente: bailes a ritmo de los cantajuegos, procesiones de Semana Santa dramatizadas a ritmo de tambor, dibujos coloreados a su manera. Me ayudaba también la encantadora Rocío profesora de pedagogía terapéutica. Estos profesionales son  cariñosamente reconocidos y conocidos  en el mundo educativo como PT.
 Cuando después de estar con ellos regresaba a las aulas donde estaban los otros,  sentía  que me faltaba algo. Un algo que solo encontraba en el Aula de Educación Especial. No sabría decir el que. Lo que aquel grupo de alumnos me aportaba era algo especial. Posiblemente bastante más que yo a ellos. Empecé a recopilar material, a buscar recursos. Creé en mi escritorio una carpeta donde almacenar canciones, cuentos, láminas para colorear. Le puse de nombre “Mis chicos especiales”. Tibi, Vanessa, Bárbara, Adrián…imposible olvidarles. Se que he hablado anteriormente de ellos pero no puedo evitar hacerlo. Son un ejemplo recurrente en muchos momentos de mi vida.


Los he evocado nuevamente al ver esa película francesa que estos días están proyectando en los cines: Especiales.  La historia de dos amigos, un musulmán y un judío que  crearon una ONG para ayudar a niños autistas desechados por otras instituciones. Unos sesudos inspectores  quisieron cerrarles la institución por temas burocráticos pero no voy a contarles el final. No dejen pasar la ocasión de conocer a estos seres especiales.

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