martes, 17 de septiembre de 2019

PARA NADA.



 Ella no valía para nada. Para nada.
Apenas un rebujo de carne al que yo ni siquiera sabía agarrar.
En mitad de la tarde rompía a llorar como si el mundo estuviera a punto de desmoronarse sobre su cabeza lechosa.
Entonces yo la tomaba en brazos y con la manta colgando ,a modo de soga que se balancea, me presentaba en la cocina para entregársela a mi madre. Era responsabilidad suya haberle  traído a destiempo. Así que debía ser mamá la que tendría que ocuparse de ella.
Era un bebé rollizo y peligroso. Acaparaba demasiados efectos. Los mismos que se nos estaban negando a mis hermanos y a mi.
Caía la tarde y programaban nuestra serie favorita. 
Habíamos apresurado los deberes para conseguir realizar todos los ejercicios en tiempo y forma. 
Permanecíamos atentos a las pantallas. En actitud de abducción. 
Pero una vez más mi hermano tuvo que enfadarse.

.- Haced que se calle de a una vez ¡joder!

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Ellos siempre pensaron que yo no valía para nada.
Amasijo de células unidas con el propósito de conformar un ser humano molesto y sobrante.
Pronto comenzaron a odiarme.
Todos menos mis padres claro.
Pero mis hermanos , por mucho que dijeran lo contrario,  me recibieron como a un bicho raro que no hacía  sino privarles de la exclusiva del cariño parental. Desde el principio me demostraron una siniestra hostilidad.
Yo era un bebé hermoso y cuajado de vida. Con unos grandes azules ojos vivarachos que imantaban con solo mirarlos. Parecía uno de esos pequeñines de anuncio que salen en las fotos de Anne Geddes. Disfrazados. Unas veces de margaritas, otras asomando la carita en un amarillo girasol, otras ocultos en lechuguitas. 
Pero aquel día a mi me colocaron en una planta carnívora. Repleta de dientes cortantes y afilados.

.- Haced que se calle de una vez ¡joder! 

Y la planta me engulló.

Y no quedó nada.



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NARANJAS DE ESPERANZA