Durante el café un experimentado profesor de treinta años de experiencia profesional me confesaba que ya nada le sorprendía de los alumnos. Le escuchaba con cierta tristeza pensando que ese mismo síndrome del desaliento me pudiera alcanzar a mi cuando llegue tal día.
Poco después algo me trastocó el día. Un elemento básico para mi organización diaria me desapareció. Todo apuntaba a un hurto. El objeto de la fechoría era de un valor considerable. Y el daño cuantioso. Se perdía el trabajo de años amén de ciertos tesoros literarios que hubiera sido difícil recuperar.
Pero sobre todo se perdía la confianza que durante muchos años he depositado en ellos y que siempre esgrimía con orgullo frente a todos mis colegas.
Todos los alumnos son salvables.
Muchos no se lo creen.
Tras infructuosas búsquedas abandonaba el centro sin mi preciada pertenencia.
Desengáñate todo apunta a que te lo han quitado hermana.
Pero unas abigarradas profesoras me llevaron en volandas a la clase de marras.
Había que agotar todas las posibilidades.
Ven a mi clase, háblales. Me dijo.
No puedes marcharte de aquí sin lo que te pertenece.
Y entonces apelé a su corazón. Mirándoles a los ojos uno por uno les dije que les quería, al tiempo que se me quebraba la voz. Y que no podían hacerme eso. Que lo de menos era el cachivache desaparecido. Lo demás era la confianza rota. La decepción de una defensa que estaba quebrada. Yo ya no podía seguir diciendo “a mi nunca me ha pasado nada”. Yo ya nunca podía seguir apostando por los descartados, esos desahuciados del sistema educativo que pululan por los pasillos cuajados de heridas cuando apenas se han asomado a la vida.
Ellos sabían que hablaba en serio. Que mi honda pena procedía de un cariño sincero traicionado.
Por eso dos de ellos salieron a buscar mi posesión perdida. Yo quería seguir negando la evidencia de un posible delito.
Y volvieron con ella.
Estaba en la mesa profe. No miraste bien.
Había mirado esa mesa al milímetro. Entré por tres veces en aquella clase. Sabía que lo que buscaba no podía estar allí.
Pero la recuperaron. Los que podían ser culpables volvieron con ella.
Y con su vuelta retornó mi asombro y la esperanza.
Pude llegarles al corazón de nuevo.
Con la ayuda de dos excelentes profesoras de las que apuestan por los que se quedan siempre fuera.
Curiosamente ambas son amigas entre sí y de la misma especie.
De esos docentes que no se rinden y que prohiben a los alumnos decir en clase “Yo no se”
Querido arcano amigo. Abre bien los ojos, aunque lleves treinta años.
Una de las mayores bellezas de la docencia es nuestra capacidad para poder influir en su transformación. Hoy lo logramos.
Bendito hurto.
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