Mi madre nació en un pueblo que ya no existe.
Fue demolido por la barbarie de un gobierno democrático con aires dictatoriales que la emprendió a golpes con sus habitantes. Ellos sólo pretendían defender sus raíces y aferrarse al terruño.
Hoy he visto un documental sobre aquellos sucesos que me ha abierto los ojos.
Los que dominan el capital quisieron destruir un pueblo engañando a todo el mundo. Bajo el pretexto de que la finalidad de la construcción de aquel pantano era para regar la zona sur de León lo que en realidad pretendían era hacer más ricos a los señores de la electricidad. Y para ello arrancaron de sus casas a las gentes a golpe de porra y pelota de goma destruyendo la riqueza y esperanzas de un valle que derrochaba belleza y desbordaba recursos naturales.
Los últimos días de la vida de Riaño fueron protagonizados por la mayor de las tristezas. La tragedia del desarraigo.
Los viejos permanecían sentados en los bancos sin pestañear, mientras observaban, apoyados en sus cachas, la batalla campal entre el pueblo y la fuerzas del orden.
Los jóvenes se movilizaban subiéndose a los tejados esperando una revolución semejante a la de mayo del 68 que borrara a los guardias civiles y antidisturbios de un plumazo
Y las vacas seguían acudiendo a los mismos establos - a pesar de haber sido ya derruidos - tras regresar de los pastos diezmados.
Una vez las fauces metálicas de las excavadoras sembraron la destrucción dejando la más profunda desolación, las aguas anegaron los restos sellando definitivamente una de las historias más tristes que nunca vieron los ojos de esta provincia de León.
Cuando me asomo a esa pantano no puedo evitar que me recorra un escalofrío.
Nunca me han gustado los pantanos.
¡Quien sabe lo que pueden esconder esas aguas tan quietas!
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