Mientras sus dedos se deslizan por mi piel tratando de reparar los rigores que los infortunios cotidianos me dejaron en herencia, no puedo evitar tejer la historia de esta mujer tailandesa de manos milagrosas.
Me cuenta que fue su abuela quien le enseñó esta técnica milenaria llamada masaje Thai. La pequeña Bua era despierta y se asomaba curiosa por la rendija de la puerta mirando cómo su anciana abuela repetía cada tarde aquellas ceremonias rituales mientras manipulaba los cuerpos maltrechos de aquellas almas que clamaban a su abuela para que les librara del dolor de huesos.
Y la jiven oriental de ojos almendrados aprendió bien este noble arte que hoy es su oficio. Un tipo de masaje que se originó en tiempos de Buda en la India 2.500 años a. C. Una técnica que los monjes budistas han practicado durante siglos principalmente en los monasterios.
Ciertamente tiene algo de místico contemplar a Bua realizando su trabajo: la unción con que me cuida mientras reaviva mis músculos cansados, la cadencia de sus movimientos que relajan mis articulaciones doloridas, la dulzura con que estira mis músculos entumecidos, el primor con que retira mis cabellos para despejar las zonas en las que quiere actuar.
Quiero que la gente sea feliz. Me dice en un español imposible.
Quizá ella a menudo no lo sea cuando recuerde a su pequeña hija que se quedó en Tailandia.
Abro los ojos agradecida después de una sesión de relax con aromas orientales. Miro los oscuros ojos de esa hermosa mujer que hoy resucitó un poco mi cuerpo
Conseguiste hacerme feliz linda Bua. Gracias. Ojalá tu también consigas serlo. Oraremos por ello.
Conseguiste hacerme feliz linda Bua. Gracias. Ojalá tu también consigas serlo. Oraremos por ello.
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