Se debate uno en pensamientos contradictorios.
¿Será la vanidad lo que subyace debajo de esa alegría que sentimos al recibir tanto cariño?
¿De donde surge esa necesidad de sentirse querido?
Pero cuando miras alrededor y te das cuenta de que todos los seres humanos funcionamos a golpe de ternura y cariño y de que hasta la criatura más sumida en el fango responde con dulzura a la caricia o al detalle inesperado, respiras hondo porque detrás de esa autocomplacencia en el cariño de los otros no hay más que una confirmación de que somos humanos y que nos sentimos vivos y sobre todo repletos cuando el amor anda por medio.
La ternura amansa y serena cualquier aspereza. Somos seres sedientos de cariño. El amor desarma y nos deja sin argumentos. Tonifica nuestro corazón y engarza cualquier existencia por deshilachada que se encuentre.
Hoy habéis hecho que mi vida haya sido una auténtica gozada. Me siento desbordada y agradecida por vuestro tiempo, abrazos intensos y sinceros, piropos que halagan y reedifican, llamadas que ilusionan, correos electrónicos que asombran, palabras tiernas, flores virtuales, cartas repletas de jovialidad adolescente, regalos inesperados, dulzura wasapera, realidad virtual que se ha transformado en caricias digitales que me han rozado y erizado la piel pareciendo casi reales. Y he podido casi bailar al son de ese cumpleaños feliz envuelto en brisas que te aseguro no estaba en absoluto desafinado.
Pero hay algo que cada año convierte este día que comparto con mi hija en celebraciones onomásticas en una jornada distinta. La liturgia anual de cada cumpleaños comienza cada mañana del 27 de abril con el desayuno. Es cuando paladeo y degusto con una unción casi mística, un ritual necesario en este día. Ese dulce que han hecho las manos de ella...el bizcocho de mi madre...¡casi nada!
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