En manadas desmadejadas acudíamos en pos del preciado disfrute intermañanero.
Otrora el placer era confortablemente disfrutado en torno a las mesas, en medio de una algarabía reposada. Dicen que eso nos identifica a los latinos. Ese afán desmedido por hacerse notar a base de gestos y risas destempladas.
Por eso, cuando decidieron clausurar nuestros instantes mañaneros, acogimos la alternativa que los desolados hosteleros nos suplicaron.
Para llevar. Hay café para llevar.
Cambiamos la loza por el impúdico plástico tapado y el elegante tintinear de la cuchara gozosa recorriendo en círculos concéntricos la circunferencia de la taza por el pequeño tridente colorín que sucumbe siempre impotente en el mar marrón. ¿Y qué se hizo del reciclaje masivo?
Pero el viernes al sol fue depurativo. Catárquico. Con el calor plástico en la mano cruzamos la calle en pos de los rayos de un sol que nos esperaba exitante. Y el jugoso trozo, la tapa fiel acompañante de cualquier café mañanero leonés que se precie, se extendía, protegido por el papel albal. Mercedes sujetaba las tazas mientras Rosa y yo apurábamos la tortilla que se exhibía gozosa, exquisita, desinhibida.
Y aquel instante supo a merienda urbana sin mantel de cuadros, sin sillas de tijera, sin olor a campo.
En derredor varios grupos de convivencia estable - como dicen ahora, desde que el virus lo cambió todo- hacían lo propio degustando sus viandas de recreo cada cual en su cédula de resistencia.
Y en ese momento de humanidad doliente a la búsqueda de un rato de cálido momento, en torno al líquido caliente, entre risas, sentimos que mientras siguieran existiendo esos momentos, no todo estaba perdido.
Fue un momento delicioso. Vuelvo a verlo.
Fue el viernes. Otro regalo del innombrable.
Nuestro café de extraperlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario