Los agujeros negros son como inmensos aspiradores formados por una masa determinada y finita de espacio cuyas dimensiones la hacen capaz de generar un campo gravitatorio de tales características que hacen imposible a cualquier partícula poder escaparse. Ni siquiera un pequeñísimo átomo de luz sería capaz de escaparse de semejante encierro. Y sin embargo fue el científico Stephen HAWKING que nos abandonó en miércoles de esta semana quien descubrió que alrededor de estos temibles Agujeros negros se genera radiación producida por la materia que se arremolina en torno a ellos antes de ser engullida. A este descubrimiento se le llamó, precisamente en su honor, la radiación HAWKING.
Esta acumulación irradia una luz que permite observar a estos temibles y estudiados fenómenos que de otro modo se mimetizarían dentro del espacio olvidados en su oscuridad extrema y destructiva.
Pero además de esa luz prestada los agujeros negros poseen lo que se denomina una singularidad cuyas características serían mejor que explicase un astro físico.
Pues bien, leyendo estas singularidades sobre estos oscuros enigmas interestelares pensaba que este célebre científico era una suerte de agujero negro, pozo de sabiduria ilimitada y encerrado en cuerpo enfermo, repleto de una energía encapsulada en una carcasa que aún limitada no le impidió escudriñar las estrellas y contemplar todo un universo.
En 1985 enfermó de tal manera aue estuvieron a punto de acabar con su vida desconectándole de la máquina que le alimentaba pero su esposa Jane, ferviente creyente, se negó. Los tratamientos le arrebataron la capacidad fonatoria, pero su inteligencia permaneció intacta permitiéndole acabar el que sería su gran éxito editorial y científico.
Un ejemplo de superación y lucha que supo irradiar una luz pese a la oscuridad reinante en un alma que negaba la existencia De Dios pero cuyo ejemplo de vida y tesón le hizo irradiar una intensa luminiscencia que solo podía provenir de lo alto
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