Aquel día acudí buscando encontrar el habitual bálsamo que siempre destilaban las palabras de Sor Berta, la joven monja de clausura que antes de serlo había trabajado como psicóloga en un sindicato.
A menudo acudía a ese convento de Agustinas Contemplativas que estaba situado justo en frente de aquel instituto de Medina del Campo, mi primer destino como profesora de Religión. En los días de evaluación me quedaba a dormir en una celda. Nunca querían cobrarme nada. Me consideraban parte de su familia.
Aquel día estaba herida. Un compañero, profesor de Historia, enconado laicista, me estaba haciendo la vida imposible.
En la sala de profesores cada uno de nosotros disponíamos de un casillero sin puertas donde nuestras pertenencias quedaban a la vista. En el mío guardaba, amen de libros, útiles escolares, un cubo de madera con bolígrafos y un crucifijo de metal que la mayoría de las mañanas aparecía boca abajo en el cubo. Pronto supe que Miguel, mi querido colega de historia, era el autor material del hecho. Curiosamente su casillero estaba justo colindante al mío. El historiador además adoctrinaba a los alumnos sobre las maldades de la asignatura y los desastres que la Religión a causado a la humanidad. Asimismo impugnaba ante el Consejo Escolar algunas de las actividades que yo tenía en mi programación. La última de sus acciones había sido pegar en su casillero una viñeta de humor gráfico sobre asuntos hirientes referentes a la Iglesia católica para divertimento de la sala.
Por eso, saturada de escarnios y luchas aquel día crucé la calle para ir a llorar a mi amiga Sor Berta.
Tras relatarle detalladamente entre lágrimas y rabia desatada mis cuitas me miró con esos ojos azules que siempre me saben a eternidad
Marta ¿y por qué no pruebas a rezar por él?
Nuevo curso.
Nuevos destinos.
Nuevos Migueles.
Cruces nuevas.
¿Y si le hago caso a Sor Berta?
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