Las ausencias causan heridas indelebles. Nunca se cura uno del todo de ese tipo de dolor que causa la partida de un ser querido. Pero estamos diseñados para estar siempre mutando. Nuestra vida es un continuo tránsito con la maleta en ristre. Nacemos mudando de estado tras abandonar entre lágrimas la placidez del seno materno. A partir de entonces todo es metamorfosis hecha de retazos a menudo dolorosos. Y es que el dolor está implícito en todo cambio y acompaña ese viaje movido que es nuestra existencia.
Toda pérdida supone un duelo que será directamente proporcional al afecto o vínculo que nos une con ese ser que ya no está en nuestras vidas. Cada partida nos prepara para nuestra propia despedida terrena.
En cierta ocasión una alumna excusaba una ausencia a clase haciéndome una confidencia.
Ayer no vine a clase porque se murió mi abuelo.
Solidarizándome con su tristeza quise darle un abrazo que mitigara su dolor, que la reconfortara de lo que yo juzgaba una dolorosa pérdida. Pero ella confesó que no le unían fuertes lazos con el anciano. La adicción al alcohol de su abuelo le había mantenido separado de la familia y ella no llegó a conocerle demasiado
Profe, no pude llegar a quererle porque no se dejó, pero al fin y al cabo era mi abuelo.
Al instante un pequeño brillo de esperanza hizo bailar las pupilas de sus ojos.
Pensándolo bien si hoy tus ojos brillan, tu sonrisa resuena por los pasillos del instituto, compartes bocata con tus compañeros en los tiempos de recreo, y hablamos de ti en las evaluaciones cada trimestre cuando hay que poner las notas es en parte gracias a ese antepasado tuyo al que ahora estamos recordando.
Podemos rezar por él. Al fin y al cabo era tu abuelo. Descanse en paz. Las almas de todos los fieles difuntos descansen en paz.
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