La temida muerte, aquella que San Francisco llamada
hermana, tiene la virtud de congregar la vida a su alrededor. Los nietos de los
finados repueblan, por unos días, las calles de los pueblos donde quedaron los
nuestros con sus gritos y algarabías. Y en la tasca del pueblo , vuelve a
escucharse el choque de los vidrios que no se oía desde que marcharon, allá por
agosto. Algunos aprovechan y se quedan a pasar la noche para disfrutar del
magosto. Retornan los paseos vespertinos
y las sombras más tempraneras
proyectadas sobre la carretera que se pasean espectrales en danzas
caprichosas alentadas por la trémula luz otoñal de las desvaídas farolas.
Danzas como las de los recuerdos que ante las tumbas comienzan a convocarse. Los
vivos recuerdan a los muertos, acarician cada uno de esos instantes resucitados
envueltos en pasado. Quizá tenía razón Fraçois
Mauriac cuando decía aquello de que “ la muerte no os roba a los seres
amados. Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo.
Quizá sea la vida más ladrona. Ella sí que nos lo roba muchas veces y más
definitivamente.”
Un año más más,
cíclico como los lánguidos vuelos de las hojas otoñales, noviembre se aposenta
en las postrimerías del calendario. Llega el momento de repetir con Bécquer clamaba: ¡Dios mío, qué solos se
quedan los muertos!, menos mal que tú velas sin descanso por ellos.
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