Conversaban en animada charla literaria un grupo de poetas en la residencia de estudiantes. Siempre acudían a Juan Ramón buscando la pulcritud de la forma. El poeta de Moguer sabía depurar poesía como nadie. Tachaba y tachaba, cercenaba versos, pulía sintaxis, decapitaba historias. Sus amigos temían aquella pluma inquisidora que sin embargo buscaban a la hora de revisar sus textos. Juan Ramón era el más sublime de los poetas españoles del momento.
De pronto su pluma se paralizó dejando de realizar trazos. Presuroso giró el rostro buscando el origen de aquella sonrisa. Era una risa irisada, juguetona. Era murmullo y torrente. En ella bailaban las notas de una canción eterna. La muchacha congregaba a su alrededor las miradas. Una hilera de perfectos dientes acompañaba su alegría cantarina.
Y el rumor de su risa comenzó a acompañar sus poemas, que se convirtieron en seducciones insistentes para tratar de conquistarla. Fue tras ella cuando su madre se la llevó a Estados Unidos huyendo de un futuro incierto al lado de un pobre escritor. Y fue el paisaje que dibujaron mientras juntos traducían los versos de Tagore. Y fue bálsamo en las noches de dolor que siguieron a la muerte de su padre. Y atemperó su mal humor ante aquellas dichosas manías hipocondriacas que llevaban al onubense a vivir cerca de algún médico u hospital.
Un día la risa de Zenobia se quebró. Tres días antes Juan Ramón Jiménez había recibido un telegrama en el que le comunicaban la concesión del premio Nobel de Literatura. Ella le necesitaba. El cancer la devoraba por momentos en aquel vientre yermo que siempre quiso albergar vida dentro. Y ahora la suya se quebraba. Fue un amigo ilustre de Puerto Rico quien acudió a recoger el galardón.
El mejor premio de su vida languidecía en la cama de un hospital.
Zenobia. La sonrisa eterna.
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