El hijo del enterrador.
Por Marta Redondo.
Para MMasticadores.
19 junio 2022.
Nunca reunimos el valor suficiente para llegar hasta el fondo de la investigación.
Le veíamos hundirse en el abismo de las noches estivales, al fondo de las vías del tren.
Decían que iba a las huertas aledañas del río a robar pero no se si alguien llegó jamás a corroborar tal sospecha. Los de mi pandilla y yo nos contentábamos con mirarle perderse a lo lejos donde solo destacaban los diminutos puntitos rojizos de luz que, guardianes del peligro, avisaban del inminente peligro de la aparición intempestiva de un mercancías nocturno.
Pero Elvis era así. El apodo se lo habían puesto porque llevaba un tupé como el del extinto rey del rock. A aquel pobre diablo, cuyo nombre no recuerdo, le había caído el insoslayable apodo rural por aproximación, lo cual era una lotería para él mil veces preferible a cualquier posible alternativa, siendo como era el hijo del enterrador. Vete a saber: el gusanos, ataudín, chupamuertos o lindezas similares. Esos “sambenitos” rurales que se perpetúan generación tras generación.
Al pobre no le quedaba otra que redimir su imagen ya que para más calvario del desdichado, desde muy niño sufría de una pública incontinencia urinaria que teñía de dorado mortecino sus sábanas de noche. Su madre, sin contemplaciones, las tendía al viento público y notorio y sin ningún pudor con la esperanza de que la vergüenza consiguiera que al niño se le pasase el trastorno. Craso error. A los veinte años las sábanas delatoras de los escapes nocturnos, y cada vez mas teñidas de un pertinaz amarillo, seguían mariposeando a los caprichos del viento delante de la fachada de la casa del enterrador. Quizá por eso a Elvis le gustaba perderse por caminos y veredas como fuera.
De vez en cuando, se presentaba en el río y entonces las madres agarraban a sus hijas muy fuerte de la mano. Dicen que era un tipo extraño y de mirada perturbada, especialmente ante la presencia femenina.
Recuerdo que un día llegó enfundado en sus ceñidos vaqueros de un azul desvaído, como a corros, y chaleco sobre torso desnudo, y se derramó sobre el río completamente vestido.
Su tupé flotaba yermo sobre el río enredándose en los brillos iridiscentes que jugueteaban en la superficiemientras movía su pelvis con la sinuosidad de una culebra de agua.
A veces, cuando yo pasaba por delante de su casa, le veía subir la mirada encendida con el oscuro furor de un tórrido sol de junio.
El hijo del enterrador destilaba fuego por sus ojos.
Con el paso del tiempo le perdí la pista.
Nunca supe si siguió mojando las sábanas o paseándose por huertas ajenas, o si continuaría mirando a las niñas en tirantes que paseaban por delante de la casa de su padre.
Hace poco me contaron que acaba de morir de cáncer de vejiga.
Quizá lo tuvo desde siempre y sus paseos nocturnos no fueran otra cosa que un intento de calmar su impaciencia en cualquier rincón.
Pero no pudimos llegar al final de la investigación
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