Cada vez que mando audios siento como si me tirara sin red imaginando que alguien reproducirá las palabras que me brotan de lo más hondo del corazón al ritmo desatado y absurdo de una inexpresiva muñeca de hojalata.
Tanto mimarlas para que luego las escupa un cacharro digital con la indecencia y el escándalo de la prisa demoledora. Aceleradas, convulsas, manoseadas, precipitadas por una velocidad que otros decidieron darle a mis palabras. No yo. Yo las parí lentas, tiernas, meditadas.
Pobres palabras que tanto costó preñar para que acaben vomitadas de esa manera tan indigna.
Aún así continuo exponiéndolas a la intemperie de la crudeza, a la vulnerabilidad de lo efímero. A la inconsistencia.
Al vacío absoluto más propio de lo inexistente. Muerte a mis palabras. Ese es el texto de la sentencia de la indiferencia. Muerte.
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