Me dejó perpleja escucharla cantar. No podía apartar la vista de ella. Inquietaba el brillo de su mirada . Pero la que sin duda me pareció extemporánea fue aquella dulce sonrisa que por entonces juzgué fuera de contexto ¡Acababa de morir alguien muy importante en su vida! Y ella lo celebraba así de garbosa. La sonriente participante en la celebración litúrgica era Concha, una hermana carmelita a quien yo apreciaba y quería. Celebrábamos una misa por el eterno descanso de su padre recientemente fallecido. Y a mí me tocó sentarme a su lado lo que me permitió ser espectadora de aquel impactante testimonio de fe.
No me cabe la menor duda de que mi estimada profesora tendría una gran aflicción en su interior. El duelo es un inevitable y necesario proceso que debe seguir a la muerte de un ser querido. Las lágrimas contribuyen a cicatrizar las heridas. El sentimiento de orfandad, esa sensación de vacío es inevitable. Se agolpan los recuerdos, estallan las vivencias, duelen la ausencia. Bien lo se.
Pero más fuerte que la muerte es el amor de ese Dios de la vida que se manifiesta siempre increíblemente misericordioso y esperanzador. Baste recordar las palabras reveladas a San Pablo en la carta a los Corintios:
“Ni ojo vio, no oido oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que Dios tiene preparadas para los que le aman”.
Reflexionando sobre ellas no puedo evitar esbozar una sonrisa esperanzada tratando de que se parezca a aquella hermosa, luminosa y repleta que transformaba el rostro de Concha. Aquel inolvidable gesto de felicidad, su compostura en la celebración , la rotundidad de sus repuestas ante las palabras del Sacerdote. Regalos que mi profesora de Religión me hizo en aquella capilla del colegio. La que fue sin duda su mejor clase. Aquella lección quedó inscrita en lo más hondo de mi corazón.
“Ni ojo vio, no oido oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que Dios tiene preparadas para los que le aman”.
Reflexionando sobre ellas no puedo evitar esbozar una sonrisa esperanzada tratando de que se parezca a aquella hermosa, luminosa y repleta que transformaba el rostro de Concha. Aquel inolvidable gesto de felicidad, su compostura en la celebración , la rotundidad de sus repuestas ante las palabras del Sacerdote. Regalos que mi profesora de Religión me hizo en aquella capilla del colegio. La que fue sin duda su mejor clase. Aquella lección quedó inscrita en lo más hondo de mi corazón.
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