miércoles, 3 de enero de 2018

ELLAS. LAS PIVONAS.






Riadas de energía recorren la estancia. 
Preside la mesa la fuerza de unos pícaros ojos azules que divisan, retratan y acarician el paisaje con sabiduría y poderío andalusí. Mujer que mueve y conmueve. 

A su lado la serenidad apacible, bondadosa y discreta de una mirada que acaricia y dibuja suavidad y finura. Genialidad engarzada en tersura angelical. Como las alas doradas que quiso regalarme.

Al otro lado de la mesa,  frente con frente a la mujer de ojos marinos, otra dama, coronada de jacintos y  albinos cabellos alecciona a las comensales con sabiduría vetusta. Exhala un dulce perfume otoñal.
A mi vera está su hija. 
Ella,  el cayado que sostiene mis días. Soberbia y repleta, enfundada en un elegante vestido negro de anfitriona que cuida hasta el más pequeño detalle. Pinta de luz cada fotograma que mima con el brillo pardo de sus grandes ojos de miel. Ella nos unió en torno a su mesa. Diseñó nuestro entente, propició nuestra alianza.

Ahora  miro al frente tropezando con la sonrisa franca de una mujer culta y  sofisticada que siempre busca  justicia. Alma noble que dignifica el trabajo de otros y siembra cordura en cada palabra que sentencia.

Y a su lado el detalle, la esencia, la mujer de ojos celestes, profundos. Que sondean, indagan y adivinan. Gurú de hombros tersos y dulzuras que buscan y desean. Ella fue la que nos hizo soñar deseando. Y la noche acabó en plegaria porque ella lo quiso.

Mujeres en búsqueda que se encontraron y reconocieron.

Genio femenino, coraje, lucha, pasión y júbilo de panderetas, triángulos y cascabeles que  desgranan música y desatan el baile y el canto.
Irradian  magia y atesoran píldoras de sabiduría.
Dejaron suelto su duende
 Y me curaron en aquella cena de navidad.
Dios las bendiga. Dios salve a las reinas. 

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