viernes, 1 de febrero de 2019

UN ACTO DE AMOR


    Hay jóvenes desolados y desoladores. Que acompañan a sus madres al juzgado para protegerlas de un padre violento sobre el que pesa una orden de alejamiento. Un padre al que no han visto en cuatro años. Hay jóvenes que aúllan en los pasillos de los institutos. Y que se rapan y tiñen el pelo de colores infinitos para que alguien se fije en ellos y les escuche y redima en su angustia y desazón. 

       Hay jóvenes que aseguran que sus padres les ayudan a hacer las mezclas para el botellón de fin de semana porque esos padres beben aún con más asiduidad que sus propios hijos. Los hay que coleccionan centros de menores huyendo de hogares que nada tienen de confortables nido porque les espinan y laceran entre golpes y desamor. Hay jóvenes que ya conocen los juzgados mejor que sus casas porque salen y entran por las puertas de las salas de vistas por conflictos con enemigos, padres, vecinos y transeúntes varios. Algunos han vivido siempre entre peleas y alzan los puños temblorosos ante cualquier señal que amenace su inestable inseguridad. Hay alumnos que vocean y se carcajean histriónicamente a risotada limpia para acallar las angustiosos gritos de guerra que resuenan en sus cabezas. Hablas con ellos e intentas razonar con argumentos contundentes pero se olvidan de lo prometido porque tampoco les entrenaron en el cumplimiento de la palabra dada.

     Hay jóvenes que gimen y vocean, que desafían e insultan, que consumen sustancias que les narcotizan para huir de una realidad que les duele. Algunos esconden cardenales y acuden a los centros sin desayunar porque al levantase las paredes de sus casa están vacías del calor. Sus padres trabajan de sol a sol a la búsqueda de sueldos mileuristas. Por esos a veces solo valoran el dinero y piensan que el instituto es solo eso, un lugar donde les preparan para trabajar y ganarse algún día un buen sueldo. Hay jóvenes que no tienen educación porque nadie les enseñó que fuera importante para relacionarse. Y solo oyen hablar de paz en las celebraciones que el instituto realiza cada año a finales de enero. Ellos celebran la paz entre guerras. Miran con perplejidad las palomas y tardan en descrifrar las frases de Gandi. Se resisten a las manos entrelazadas y no escuchan los manifiestos esperanzadores. Son historias tristes que pueblan el aula y se resisten a abrir los libros, que se refugian en el desafío constante de la misma manera que sus bolígrafos permanecen atrincherados en los estuches. Son jóvenes que reprimen su pena y la hibernan en sus tempranos cuerpos. Juegan pronto al amor buscando un placer inmediato que sustituye carencias. 

    Hay clases que parecen preparadas para confidencias y desahogos. Que son cauces y muros para verter dolor y exorcizar los demonios de la angustia que les impiden ser felices. 


Clases extrañas y tristes . 

     Ser adolescente es difícil y más con carga extra de sufrimiento. 

   Hay experiencias que amenazan con quebrarnos la esperanza. Pero no se puede tirar la toalla. No queda otra que intensificar los esfuerzos, flexibilizar metodologías y rebajar estándares de aprendizaje intensificando la calidez y redoblando los contenidos en cariño. Apelar a la paciencia y no dejar de mirar al cielo. 

   Recordando, como decía recientemente el Papa Francisco y yo me repito cada día que 

educar es sin duda un acto de amor.

 Y de los grandes.

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