viernes, 15 de junio de 2018

HISTORIAS DE REFUGIADOS


 Menos mal que la abuela duerme. Cuando salimos de Qaraqosh no sabíamos dónde acabaríamos. Daesh nos dio veinticuatro horas para decidir convertirnos, pagar el tributo individual por cada miembro o marcharnos definitivamente. Nadie quiso claudicar. Por eso acabamos aquí. La abuela lloraba por sus ojos sin vida. Así que decidí llevármela cargándola en brazos kilómetros y kilómetros a través del desierto. Los kurdos nos tratan bien. Pero echo de menos a mis amigos, y a Myrian. Esos ojos miel en los que me gustaba perderme. Quizá mañana podamos regresar a casa.

Yo quisiera volver a Siria. Dejar de deambular de acá para allá. Sentir frío, hambre, echar de menos mi casa aún cuando tuviera que estar constantemente alerta para esquivar las bombas o esconderme por miedo a los bombardeos. Al menos aquel miedo era en casa. Ahora tengo miedo siempre, aquí en mitad de ninguna parte. Ya de morir hacerlo en casa. No como mi pobre amigo Aylan que siempre deseó ver el mar, el mismo que se convirtió en su tumba.

Pues nosotros estamos aquí expectantes rumbo a España en este Aquarius. Acaban de darnos zapatos de colores, dicen que tendremos suerte si nos tratan como refugiados. Eso significa tener dinero para empezar una nueva vida, si fuéramos el centro de extranjeros nos pondrían vigilancia policial las 24 horas. Pero ser considerados refugiados es distinto. Menos mal que nos salvamos de la patera. Quizá mi hijo, el que salta ahora de gozo en mi barriga pueda llamarse algún día español aunque tenga piel negra.  Afortunadamente la muerte se ha olvidado de nosotros ... de momento.

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