lunes, 27 de junio de 2016

EL CEREZO EN FLOR




Su mirada extraviada volaba perdiéndose en un azul lánguido pese a intenso.
Aquel diciembre estaba siendo inusualmente benigno para aquellas tierras de la provenza francesa.
Le era imposible controlarse y nuevamente los enfermeros habían tenido que sedarle aquella mañana después de escupir la leche del desayuno sobre la camarera que tan descortesmente le miró.
Nunca saldría de allí porque era un  perro sarnoso que no se merecía otra cosa que el encierro.
Dañaba cuanto tocaba, ni siquiera sus cuadros se libraban de ese halo tétrico y lúgubre que impregnaba todo. Tanta obsesión por la luz sólo podía provenir de su autoconciencia de haber salido de las mismas manos de Satán. Su pelo rojo lo delataba. Bien se lo había dicho su padre que como buen pastor protestante conocía bien el género humano.
Se levantó a duras penas. La dosis de sedante  había sido especialmente alta aquella mañana.
Por eso no podía distinguir con nitidez la figura alargada que se acercaba y cuyo modo de caminar le parecía sin embargo familiar. 
Una buena noticia después de tanto tiempo. El que se acercaba era su hermano Theo. El angel guardian que el Sumo Hacedor había tenido a bien enviarle.
El abrazo fue completo y repleto. Por primera vez en muchos días le dejaban tener contacto con alguien que no llevara bata blanca.
Theo le miró con lástima. Vincent estaba muy desmejorado. Había perdido mucho peso. Su pelo rojizo se mostraba poblado de bastantes canas y el rostro se había quedado atrapado en un rictus de amargura desde la noche del tremendo incidente de la oreja por el que Gauguin adoptó la decisión de alejarse para siempre. 

.- Vincent. ¿Cómo estás?
.- El pintor no emitió ni un sólo sonido
.- Johanna te manda un gran abrazo y quiere que te comunique la gran noticia. Vas a ser tío y queremos ponerle tu nombre. Se llamará Vincent.

De pronto el cielo se tornó de un azul turquesa brillante. El sol brilló con una luminosidad cristalina que tornó la atmósfera en paisaje vivo y acrisolado.La intensidad de la naturaleza adelantó la primavera en pleno mes invernal. Los ojos del pintor atisbaron la vida incipiente en un cerezo florecido que se exhibía vanidoso delante de su mirada siempre anhelante de milagros.

Aquel cerezo que desafiaba al invierno merecía ser inmortalizado.

Lo plasmaría en un lienzo que velaría los sueños de su pequeño sobrino.

Era la primera vez que pensaba en pintar desde que le ingresaron en aquel frío hospital psiquiátrico por cortarse el lóbulo de la oreja tras una acalorada discusión con su amigo Gauguin.

La vida en ciernes del primogénio de su hermano le había rescatado del letargo.

Pintó ese bello cuadro que presidió la habitación del hijo de su hermano.

Y aquel niño con el que compartía sangre y nombre se convirtió  luego en el artífice mecenas del Museo Van Gogh en Amsterdan. Allí  descubrí a un pintor genial que me fascinó tanto por su manera de mirar como por su humanidad herida por la locura y redimida por la ternura.

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