jueves, 7 de febrero de 2013

Abel, una historia real


Carta de un misionero relatando su conmovedor testimonio.
Querido amigo: Te escribo estremecido desde mi misión. Ayer asistí al entierro de un niño vivo, un niño del hambre, de la miseria y de la injusticia. A finales del pasado mes de noviembre una gran sequía arreció sobre toda esta zona. El hambre y la sed hicieron pronto acto de presencia entre la población, cobrándose numerosas víctimas. Una de las últimas víctimas fue una mujer, que fallecía tras dar a su luz a su hijo. El padre había muerto días atrás, también de hambre. El niño, que nació bien y que hubiera podido sobrevivir, quedaba solo en medio de este poblado que huele a hambre y a sed. Su madre estaba todavía sin enterrar. Nada más nacer le bautizamos. Le pusimos el nombre de Abel.
 Al acabar el bautizo, me dijeron los famélicos y destrozados habitantes de aquel poblado:
 – “Padre, Abel tendrá también que morir. ¡Qué adelantamos con que viva unos cuantos días más si al final ha de morir de hambre, como todos nosotros. No hay alimentos ni medios de subsistencia para nadie. Enterrémoslo esta misma tarde, junto a su madre. Así no sufrirá más”.
Puedes suponer que yo intenté evitar con todas mis fuerzas esta muerte anunciada. Les propuse trasladar al niño recién nacido a nuestra misión, donde servimos un pequeño orfelinato… Pero no hubo manera. El pueblo, que rezumaba muerte, no razonaba. La abuela de la criatura se negó también en rotundo, uniéndose a los demás. No querían la muerte. Pero sabían que era imposible la vida.
En plena discusión, la joven y, a la par, anciana abuela de Abel, tras apretujar sus mejillas sobre el rostro del niño y rociarlo de lágrimas, depositó brusca y velozmente su cuerpo tan tierno y tan frágil sobre el de su madre muerta, y todo el pueblo, ante mi impotencia más absoluta y mi dolor más lacerante, empezó a cubrirlos de tierra. Abel apenas gemía ya. Las gentes de la aldea empezaron a marcharse, envueltas en tragedia, oliendo a muerte de hambre y obsesionados con la pregunta sobre quién sería el próximo en morir, también de hambre, de miseria y de injusticia.
Mi amigo misionero acababa la carta preguntándose y preguntándome: ¿Cómo fue posible esta muerte? ¿Hay derecho a que tantas gentes tengan que morir irremediablemente de hambre? ¿Cómo es posible que la huella de Caín siga tan presente en nuestro mundo?
Depende de ti
Han pasado más de 25 años de esta carta, de esta historia cruda y verdadera. Miles de niños siguen muriendo de hambre. Me consuela pensar que cada vez sean menos. Manos Unidas así lo intenta año tras año y día tras día. ¿Lograremos algún día que la historia verdadera de esta carta se confunda con una horrible pesadilla? De todos depende.
Otro mundo es posible. Es necesario. Es obligatorio. Depende de ti y de mi. Depende que ellos, como nosotros, sepan leer y escribir. Porque tú y yo sabemos leer. Podemos leer esta carta de la injuria y de la injusticia. Y ellos, no. Podemos cambiarlo. Debemos cambiar. Depende de ti y de mí uniendo nuestras manos a las miles de manos de Manos Unidas.
Jesús de las Heras Muela

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